Prólogo y primer capítulo de «Solo tú puedes salvarte»

 

primeros-capitulos-solo-tu-puedes-salvarte

Aquí te dejo el prólogo y el primer capítulo de mi primera novela «Solo tú puedes salvarte» y espero que te entren muchas ganas de seguir con la historia de Sam y Dean. ¡Ojalá te guste!


Prólogo

26 de agosto de 2014

Tengo que salir de aquí ahora mismo. 
Estoy en una cabaña de madera. En una habitación oscura, con unas ventanas tapiadas casi por completo, únicamente iluminadas por el hilillo de claridad que entra por algunas grietas. El lugar está cubierto por una gruesa capa de suciedad, que a saber cuánto tiempo lleva ahí instalada. La sensación de asfixia es constante desde el primer día, es como si me faltara el aire todo el rato. En la misma estancia hay una pequeña cocina que hace siglos que nadie usa y un armario que algún día fue blanco y que, por lo que he podido ver, es donde guarda su alijo de licores. A mi derecha hay un pequeño pasillo que no sé a dónde lleva… para mí solo es un túnel oscuro que tengo que evitar a toda costa.  
Noto mis piernas entumecidas, pero esta es mi oportunidad y no voy a desperdiciarla. He perdido la cuenta de los días que llevo aquí encerrada en este infierno. ¿Han sido tres, cinco, diez? No tengo ni idea y ahora mismo no puedo pensar en ello. 
El primer paso que doy hace resonar toda la pequeña cabaña. La madera vieja y desvalida cruje con un sonido horroroso, que me perseguirá el resto de mi vida. Se parece bastante al llanto que me saldría de dentro si quedara algo en mí. Dejo de respirar por un segundo, rezando para que no lo haya despertado. Parecía estar bastante hecho polvo esta noche y la botella vacía de whisky que ha dejado aquí tirada, sin duda, ha sido mi salvación. 
Tras varios segundos de silencio sepulcral me decido a dar un segundo paso. Otro crujido. Luego otro y otro. Llego a la puerta de la cabaña y poso mi mano fría como el hielo en el pomo descascarillado de la puerta blanca. Mi larga melena rojiza me tapa la cara y soy consciente de la suciedad con la que yo también estoy cubierta. Cierro los ojos mientras lo giro lentamente, ruego a todos los dioses y a todo aquel que quiera escucharme que esté abierta. 
Y lo está.
Me invade una oleada de alivio y la abro de golpe. Otro crujido. Mierda. De puntillas salgo poco a poco hasta el porche de la casa. Mi cuerpo se empapa de una oleada de aire fresco y limpio, casi me caigo de la impresión. Llevo varios días ahogada en ese agujero con el mismísimo diablo y siento el olor de la libertad. Echo un rápido vistazo a mi alrededor, la cabaña está rodeada de árboles por todas partes, como sospechaba, estamos en una zona forestal. Aunque no tengo ni idea de dónde puede estar exactamente. Espero no estar muy lejos de mi ciudad… El ambiente parece cargado de humedad, se huele y se siente en la piel. 
Enseguida me doy cuenta de que no puedo perder más tiempo con estos pensamientos, así que salgo corriendo. Al hacerlo me tambaleo ligeramente, cuesta que mis piernas respondan, y el pequeño vahído hace que me lleve por delante un bidón de metal oxidado que había tirado en el porche de la cabaña. Por desgracia el ruido es ensordecedor ante la quietud de la noche. Maldigo mi mala suerte, pero no puedo perder esta oportunidad así que reactivo mi huida. No me giro a mirar atrás ni un solo momento, corro y corro. Corro adentrándome en el bosque que queda justo enfrente de la entrada. Corro, salto las ramas y corro más. No puedo creer que después de todo lo que me ha hecho tenga suficientes fuerzas para alejarme a esta velocidad. Debe de ser la adrenalina de haber conseguido por fin salir al exterior. 
Un sonido horripilante a mi espalda me estremece y en un acto reflejo, miro por encima del hombro y compruebo que es él, está en la puerta llamándome. Debo de haber corrido menos de lo que pensaba.
Ahí está… Sale corriendo como un loco en mi dirección o al menos eso me parece a juzgar por sus gritos, cada vez más cercanos. Dios. No. No. No puedo volver a pasar por lo mismo, no lo aguantaría ni un solo minuto más. Antes prefiero morirme. Oigo al fondo lo que parecen sonidos de una carretera y también las olas romper contra las rocas. Vale. Estamos cerca de la costa, de ahí la humedad que he sentido. Eso es buena señal. Corro más. Me arden los pulmones y me duele hasta el último músculo de mi cuerpo. Pero levanto la vista y veo la carretera. La veo. Dios. Voy a lograrlo. Los sonidos de las ramas rompiéndose suenan a mi espalda cada vez con más intensidad, señal de que se está acercando. Al fin y al cabo, es un tío fuerte y deportista, él puede correr más que yo. Me da la impresión de que está casi a mi altura y mi miedo alcanza un nivel altísimo, justo igual que mi determinación. Ahora no me puedo rendir, antes me tiro por uno de esos acantilados, nunca volveré a pasar por esto. NUNCA. Además, a saber cuál es el objetivo de este loco, seguro que no me permitiría salir viva de ahí. Le he visto la cara y sé quién es. 
Le conozco.
Por fin alcanzo la carretera, no veo ningún coche, pero tiene que haber alguien por aquí. Hace un momento me ha parecido oír ruidos de vehículos circulando, tiene que pasar alguno, no puedo perder ahora la esperanza. No espero ni un segundo más, porque si no él me atrapará. Cruzo corriendo la carretera ganando un poco de tiempo y justo cuando estoy en medio, unos faros enormes y cegadores me iluminan completamente dejándome sin ver nada más allá de una fuerte y potente luz blanca. 
Y luego todo se vuelve… oscuridad.

Capítulo 1. Menudo recibimiento, Samantha


27 de agosto de 2018

—¿Lo tienes todo?
La pregunta de mi madre es tan típica que me hace sonreír. Está nerviosa. Hoy por fin me voy a la universidad. Cierro el maletero de mi coche y me giro hacia ella, está en la acera, frente a nuestra casa, con mi padre a su lado cogiéndole la mano.
—Creo que sí. Aunque no os preocupéis, si me dejo algo siempre puedo volver. Total, no está tan lejos.
—Eso es verdad, puedes venir los fines de semana, todos los que quieras. Cada uno de ellos. —Mi madre parlotea y mi sonrisa se hace más amplia.
Me acerco con los brazos abiertos. 
—Tranquila, mamá. Todo va a ir genial —le digo mientras la abrazo. Su olor me invade y me reconforta. Huele a flores recién cortadas, no sabría decir de qué tipo, pero es una mezcla de multitud de fragancias florales que me recuerdan a mi niñez, a los momentos felices.
—Lo sé. Estoy muy orgullosa de ti, cariño. Has logrado mucho en estos últimos años. Y ahora vas a tener tu recompensa, aquello que siempre has soñado.
—Sí… —suspiro, feliz.
Mi padre se une a nuestro abrazo y yo me dejo hacer. Un tiempo atrás hubiera sido imposible, pero ya no, ahora todo está bien.
—Cómete el mundo, mi niña. Pero ten cuidado también. Sé cauta.
El consejo de mi padre me hace poner los ojos en blanco. No creo que haya una chica más cauta que yo en este mundo. Hace unos años que la cautela y otras cosas mucho más feas me acompañan allá donde voy. Aunque también sé que soy fuerte y lograré cumplir mi sueño. Paso a paso, con esfuerzo y dedicación, todo se puede conseguir. 
Me despido de mis padres con besos y abrazos, limpiando las lágrimas que mi madre derrama sin remedio. Les prometo que hablaré con ellos a menudo, que los llamaré para contarles cómo me va. 
 Por fin, entro en mi viejo y destartalado Ford Escort apodado Maroon y conduzco por varias autopistas de la Costa Este e incluso un tramo de la Interestatal 485, hasta llegar sin perderme al campus de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte, la UNCC. Es un trayecto de unas tres horas y las carreteras son bastante buenas, así que no ha habido incidentes. Soy algo así como una friki de los mapas, me encanta seguirlos y leerlos, sobre todo, para llegar a sitios donde nunca he estado. Jamás he necesitado a nadie para que me ayude a interpretarlos, de hecho, soy muy buena en el tema y todo se lo debo a mi padre. 
Él y yo nos pasábamos las tardes cuando era pequeña en mi habitación, observando el enorme mapamundi que colgamos en una de las paredes de mi cuarto y jugábamos a decidir dónde viajaríamos en un futuro. Incluso me regalaba mapas de ciudades estadounidenses o europeas para que me fuera familiarizando con ellas, para cuando las visitáramos. La vida me puso la zancadilla y finalmente no hemos podido hacer ningún viaje. He pasado unos años con esta y otras pasiones algo olvidadas... Pero han regresado con más fuerza que nunca. 
En cada uno de mis cumpleaños, desde que tengo uso de razón, siempre me regalaban un mapa. De carreteras, de una ciudad o incluso de un país entero, lo que, para mí, era como si me hubiera tocado la lotería. Recuerdo una vez, cuando cumplí once años, que, tras abrir todos los regalos, me decepcioné mucho al ver que no había cartografía que desembalar y se me notó en la cara. Mis padres se dedicaron una mirada cómplice y cuando ya creía que se habían olvidado de mi fascinante tradición, mi padre me puso una venda en los ojos y me subió despacio hasta mi habitación en el piso superior de nuestra casa de Wilmington. Cuando llegamos a la puerta y mi madre estaba situada justo al lado de mi padre, para no perderse detalle, me desataron la venda y mi boca y mis ojos se abrieron sorprendidos y fascinados por lo que descansaba justo en frente de mí: un enorme mapa de Estados Unidos acompañaba el mapamundi. Me impresionó tanto que lloré de la emoción como una tonta. Era enorme, de colores y con todas las carreteras y grandes ciudades. Era perfecto. El mejor regalo que había recibido hasta el momento. Mis padres me miraron emocionados y divertidos por cómo se me había iluminado la cara gracias a un simple mapa y corrí hasta situarme junto a él. Posé la mano y seguí las carreteras con el dedo índice, soñando despierta con cuál sería el primer destino que elegiría cuando pudiera. 
Pero eso nunca pasó… unos años más tarde… alguien me arrebató la ilusión. 
Meneo la cabeza para desprenderme de ese pensamiento negativo y aparco a Maroon
 Antes de salir, me miro en el espejo retrovisor. Mi palidez sigue intacta, a pesar de que ya ha pasado casi todo el verano y vivo en una zona de costa. La gente que me rodea está morenísima, yo en cambio no he pisado mucho la playa este año y también es importante tener en cuenta que mi piel es más bien propensa a enrojecer. Las pecas, que me cubren prácticamente toda la nariz y los pómulos, son de un color canela y mi madre siempre dice que me siguen dando un toque aniñado. Los ojos, sin embargo, son azules, de un tono muy claro y hoy brillan como no lo habían hecho nunca antes. Será por la emoción del nuevo comienzo. Hoy empiezo una nueva etapa y aunque sé que habrá cosas que me asustarán, no puedo dejar de sentir el estómago lleno de burbujitas. Solo de pensarlo mis labios rosados y finos se estiran en una enorme sonrisa. Me suelto el moño alto que me he hecho para conducir más cómoda y me peino un poco con las manos la larga melena pelirroja. He decidido dejármela lisa, aunque no siempre la llevo así, a veces dejo que el pelo se me seque al aire y entonces se convierte en un auténtico revoltillo de ondas salvajes. 
Después de pasar por la oficina de administración y hacer constar mi llegada, me dan todos los documentos para mis futuras clases y también las indicaciones para llegar a la que será mi residencia. Tras trabajar más de un año después del instituto en la Biblioteca Pública de mi ciudad, pude ahorrar lo suficiente para pagarme una habitación doble en la residencia Oak Hall, una de las destinadas para los novatos. Aunque mis padres tienen dinero, son de los que creen que las cosas hay que ganárselas, por eso también tengo un coche que tiene más años que yo. Por desgracia, no pude llegar a tiempo para conseguir un cuarto individual, me hubiera puesto las cosas mucho más fáciles, tendré que conformarme con tener una compañera de cuarto. 
Vuelvo a mi coche en el aparcamiento de la residencia y saco todas mis pertenencias del maletero que consisten en dos maletas —una grande y otra mediana— y una mochila donde guardo las cosas importantes como el portátil, mi vieja Nikon y unos cuantos de mis más preciados mapas. Levanto la vista y me quedo mirando fijamente al que será mi hogar, por lo menos, el próximo curso, y la verdad es que no me siento decepcionada. Es un sitio muy verde, con abundantes zonas ajardinadas y boscosas, los edificios son de piedra rojiza y los adornan unos ventanales en blanco. No ostentan más de lo que son, una de las universidades públicas y modestas del país, muy lejos de las de la Ivy League. Pero a mí ya me parece bien, es un sitio donde formarme y estar un pasito más cerca de cumplir mi sueño, no pido más. Un sitio donde volver a empezar sin conocer a nadie. Es posible que me encuentre a alguien de mi ciudad que conozca del instituto, pero los que fueron mis mejores amigos sé que no estarán aquí. La mayoría querían cruzar el país e irse bien lejos de su casa. A mí me daba igual, solo quería alejarme un poco, aunque no demasiado. Tener a mis padres a unas pocas horas me reconforta.
En el patio de la entrada encuentro a un chico con una gorra de la universidad y una carpeta en la mano. Me dirijo rápidamente hacia allí porque tengo muchísimas ganas de descubrir el lugar donde viviré los siguientes cuatro años. 
—Hola, soy Mike, el orientador de tu residencia. ¿Nombre? —Me quedo mirándolo como una tonta, el tal Mike es un tío bastante guapo, con unas gafas de pasta negras que ocultan su mirada grisácea y un pelo rubio muy corto. Es corpulento y por su camiseta de manga corta asoman unos brazos que parecen tener el triple de tamaño que los míos y están adornados con algún tatuaje que se insinúa pero que no se acaba de ver. Debe tener dos o tres años más que yo. Deja de mirar la carpeta con el listado un momento y me mira fijamente, ¿llevo demasiado tiempo callada?
—Samantha… Cooper —le digo tímida. Acto seguido él pasa el dedo por la lista de los alumnos que llegan hoy.
—Aquí estás, Samantha. Habitación 24, en la planta baja, justo en el primer pasillo al fondo del todo. Te ha tocado una buena, tienes unas bonitas vistas. —Me guiña un ojo y yo me ruborizo sin poder remediarlo. Me da la llave de mi nuevo hogar y un folleto informativo que cojo rápidamente.  
—Gracias, Mike —musito y me doy media vuelta arrastrando mis trastos.
Conversación escueta y educada. De momento, es lo máximo a lo que puedo aspirar cuando se trata de un chico guapísimo. Me siento algo intimidada. No le dejo tiempo para una conversación banal o para darme muchas más explicaciones. Ya me espabilaré. Y tengo un folleto, en fin… ¿qué más puedo pedir? Suspiro y camino con paso lento pero seguro por el patio que me llevará a la entrada de mi residencia. 
Una vez cruzo el gran arco de la puerta principal, descubro un batiburrillo de alumnos y padres que corren de un lado a otro con la emoción típica de los nuevos comienzos. Me fijo en una mujer muy arreglada, con falda de tubo y blusa elegante, zapatos altos y caros y un moño bien prieto. Está en la puerta de la primera habitación de la planta chillando a la que debe de ser su hija, le está diciendo que no pierda el tiempo en colocarlo todo ahora porque tiene que ir a hacerse el carné identificativo.
Mierda. El carné. Será lo siguiente de mi lista, en cuanto deje mis maletas en mi humilde morada. Tengo entendido que sin él no puedo hacer casi nada, así que es un bien necesario.
De camino, me cruzo a varios alumnos vestidos con camisetas de la UNCC. Son de un color verde botella, el color de la universidad, y algunas hasta tienen el logo de los Forty-niners (49ers), el equipo de fútbol de la facultad. La verdad es que no entiendo nada de fútbol, no me interesa en absoluto, no soy la típica chica loca por los deportes y menos aún por los fornidos quarterbacks, esos, cuanto más lejos mejor. No es que me hayan hecho nada; en mi instituto había algunos con los que se podía hablar y eran majos. Y bueno, estaba Adam, el hermano de mi ex mejor amiga Abby, que era el capitán de nuestro equipo y la mano derecha del entrenador Mackenzie; pero no sé, no me inspiran confianza. Ahora que lo pienso, sufro esta desconfianza desde aquel verano… Agito la cabeza en un intento de olvidar el camino que están tomando mis pensamientos otra vez y aprieto el paso hasta llegar a la puerta 24. 
Aquí es. 
Lo he conseguido. 
Yo solita. 
He tardado un año más de lo esperado, pero ¿qué pasa? Cada cual tiene su ritmo. Me siento muy orgullosa de mí, estar aquí es un gran logro personal.
Giro la llave en la cerradura y abro la puerta. De repente mi emoción se ve paralizada, como todo mi cuerpo. 
Lo primero que hago es escuchar unos sonidos, jadeos, gimoteos de hombre y de mujer. Cuerpos uniéndose y alejándose. Lo segundo es el olor, huele a sudor y a… sexo, o lo que se supone que es olor a sexo. No tengo muy claro si se trata de este olor porque mi experiencia es corta y nada agradable, pero puedo apostar a que sí. Y por último me fijo en la imagen que tengo delante. Un escalofrío me recorre la espalda entera y se me eriza el vello de todo el cuerpo.
Sí. No hay duda. La que supongo que será mi nueva compañera de habitación se lo está montado en la que será su cama. Dios. Mi peor pesadilla se está haciendo realidad, tenía la esperanza de tener una compañera tranquila y poco fiestera, alguien que no salga mucho con chicos y que no me los pasee por aquí día sí y día también. 
JA. Menudo recibimiento, Samantha. 
Los jadeos continúan e instintivamente ahogo un grito. Mi cuerpo se paraliza y la vista se me nubla de imágenes desagradables, de recuerdos oscuros, de sonidos horribles, de un sentimiento de desesperación que me ocupa cada centímetro de mi piel. Las lágrimas me queman detrás de las retinas deseando su puesta en libertad, pero estoy tan paralizada que no tienen ni siquiera ánimo para salir.
Lo siguiente que recuerdo es estar corriendo hacia la salida. Lo más rápido que mis piernas me lo permiten. Los alumnos y padres que se cruzan en mi camino no son más que un borrón. No los veo. No los distingo. Lo único que puedo hacer es salir de ahí y apartarme de todos. 
Lo que peor llevo en este mundo me ha explotado en la cara. 

¡Hazte con él! 




¿Qué os parece?
¿Tenéis ganas de saber más?